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Si existe un fenómeno que la psicología ha estudiado en profundidad a raíz de la lucha contra la violencia de género es el ciclo del ... abuso, que nos habla de que una mujer maltratada por su pareja no siempre huye. A veces incluso lo disculpa. Dice que va a cambiar. Que ella también falló. Que quizá lo provocó. Y se convence de que, en el fondo, él la quiere. Ese comportamiento tiene nombre. Se llama indefensión aprendida y describe cómo, tras sufrir un maltrato continuado, la víctima termina creyendo que no tiene escapatoria ni más opción que la de permanecer al lado de su verdugo.
Lo que resulta perturbador es que ese mismo patrón parece reproducirse a escala social. Hoy la sociedad se comporta como una mujer maltratada frente a sus gobernantes. Vivimos subyugados por liderazgos que nos mienten y abusan de su poder de manera sistemática. Y, sin embargo, seguimos permitiendo que lo hagan. A veces con resignación, pensando que unos son malos y otros son peores, pero casi siempre con una inexplicable dosis de esperanza. En cada elección, les damos una nueva oportunidad y les compramos el «esta vez será distinto».
No es casual que muchas autocracias de nuestro tiempo lleguen al gobierno por el voto y no por la fuerza. La manipulación emocional no necesita fusiles. Basta con una narrativa eficaz, una promesa paternalista y un enemigo externo al que culpar de todos los males. El populismo sectario ha perfeccionado el 'gaslighting' colectivo. «Estás confundido», «no creas lo que ves ni lo que oyes», «vienen a por nosotros», «la prensa miente, la oposición exagera y los jueces conspiran para tumbar al Gobierno», «no sé de qué se quejan, si la economía va como un tiro». El cinismo cotiza al alza a la hora de subestimar la inteligencia ciudadana. Y, como en toda relación tóxica, el aislamiento resulta clave. De ahí que tengamos gobiernos y partidos políticos que polarizan y dividen a sus pueblos repartiendo carnés de «progres y fachas», «patriotas» y «traidores». Porque una población enfrentada difícilmente unirá sus fuerzas para plantar cara a sus verdaderos agresores.
El drama es que, como sucede con las víctimas de la violencia de género, las sociedades necesitan tiempo para salir de la negación y reconocerse como tales. Un proceso que a veces puede llevar años, incluso generaciones. Pero nombrar el abuso es el primer paso para romper el ciclo. Y en eso los periodistas tenemos una importante labor que hacer. La de contar la verdad, y fiscalizar a quien ejerce el poder en cada momento.
La sociedad española no necesita más lunas de miel con sus verdugos. Necesita despertar de un sueño trágicamente transformado en pesadilla. Y, como esa mujer que se decide a denunciar a su maltratador, recordar que merece algo mejor. Porque ningún abuso de poder debe justificarse, aunque venga envuelto en discursos de redención y advertencias apocalípticas. Tomar conciencia de esa responsabilidad puede ser un primer paso decisivo para evitar una desgracia aún mayor que acabe con nuestra democracia y nuestras instituciones.
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